Reflexión del Día

Hoy en día se entiende por bondad de Dios casi exclusivamente su cariño, y puede ser que estemos en lo cierto. Y, dentro de este contexto, la mayoría de nosotros entiende el amor como benevolencia, como el deseo de ver a otros felices; no felices de esta u otra manera, sino simplemente felices. Lo que nos dejaría realmente satisfechos, sería un Dios que dijera de todo aquello que nos gusta hacer: «¿qué importa, con tal que estén contentos?». De hecho, deseamos no tanto un padre en los cielos, sino más bien un abuelito; una benevolencia senil a la que, como se dice, le «guste ver a los jóvenes entretenerse» y cuyo plan para el universo consistiera simplemente en que, al final de cada día, pudiera decirse, «todos lo pasaron bien». Admito que no muchas personas formularían una teología precisamente en esos términos, pero en el fondo de muchas mentes existe una idea no muy diferente a ésta.

No pretendo ser una excepción; me gustaría mucho vivir en un universo que estuviera gobernado en esos términos. Pero, dado que es suficientemente claro que no es así y como, sin embargo, tengo motivos suficientes para creer que Dios es amor, llego a la conclusión que mi idea de amor debe ser corregida.

Ciertamente podría haber aprendido, incluso de los poetas, que el amor es algo más severo y más espléndido que la mera benevolencia; que incluso el amor entre los dos sexos es, como se ve en Dante, «un señor de aspecto terrible». En el amor hay bondad, pero amor y benevolencia no son términos equivalentes; y, el separar la benevolencia de los demás elementos del amor, implica una cierta indiferencia fundamental hacia el objeto, incluso algo así como el desprecio. La benevolencia está pronta a aceptar la remoción de su objeto; todos hemos conocido personas cuya benevolencia constantemente los lleva a matar animales para que no sufran. A la benevolencia en sí, no le preocupa el que su objeto se vuelva bueno o malo con tal que éste no sufra. Como señala la Sagrada Escritura, es a los bastardos a quienes no se corrige; los hijos legítimos, aquellos que han de continuar la tradición familiar, reciben castigo. Sólo para aquellas personas que no nos importan mayormente, es que exigimos felicidad a cualquier precio; con nuestros amigos, nuestros enamorados, nuestros niños, somos exigentes, y preferiríamos verlos sufrir mucho, que verlos felices de un modo despreciable y enajenado. Si Dios es amor, El es, por definición, más que simple benevolencia. Y, según nos consta, a pesar de habernos reprendido y condenado con frecuencia, jamás nos ha mirado con desprecio. Dios nos ha hecho el intolerable cumplido de amarnos en el sentido más profundo, más trágico y más inexorable.

C.S. Lewis; El problema del dolor